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História " dispuesta ha hacer cualquier cosa " - Capitulo cuatro


Escrita por: asandra081

Notas do Autor


Disfruten ...

Capítulo 4 - Capitulo cuatro


–¿Colateral...? ¿Quieres decir que todo ha sido una artimaña de Gold & Son?

–Créeme que lo siento –repitió ella.

–Más lo siento yo. ¿Logró su ascenso ese miserable que dices?

–Sí. Logró mi puesto, mi coche y, como guinda del pastel, arruinó mi reputación.

Robin no sabía qué pensar. Parecía absurdo, pero estaba casi convencido de que ella no había tenido nada que ver en aquel sucio manejo.

–Parece que se ha acabado el té. ¿Preparo un poco más? – preguntó ella.

Tomar té era lo último en lo que él estaba pensando en ese momento. Pero quería verla moviéndose. Deseaba verla descruzando las piernas al levantarse del sofá.

–Como quieras. ¿Y qué motivos tenía ese hombre para querer arruinar tu reputación? ¿No le bastaba con conseguir el puesto que deseaba?

Robin alcanzó un lápiz y un cuaderno que había en la mesa y se puso a dibujar con trazos rápidos y seguros la figura de Gina mientras abría la cafetera. Las líneas del cuello, los hombros...

Vio cómo flexionaba la espalda y las piernas para abrir la puerta de la nevera.

–Tal vez pensó que esa sería la única forma de superarme en el trabajo –replicó ella, tratando de abrir un tetrabrik de leche.

Gina intentaba controlar sus emociones, pero sus ojos la traicionaban.

Él estaba casi convencido de que, si deslizase una mano por dentro de su blusa, semiabierta como una invitación, y le tocase un pecho, sentiría su corazón latiendo como el de un caballo de carreras.

Apretó el lápiz entre los dedos con tanta fuerza que se le partió en dos.

–Así que estás buscando venganza, ¿no? –preguntó él.

Gina estaba a punto de perder la paciencia porque no conseguía abrir el tetrabrik de leche. Golpeó con fuerza el precinto con el mango de una cuchara como si quisiera apuñalar el corazón del que le había jugado aquella mala pasada. Salió entonces un chorro de leche que le salpicó la blusa. Se echó a reír para disimular su vergüenza.

–Creo que Gold contó con la colaboración de...

Gina evitó terminar la frase, quitándose la chaqueta y tomando un trozo de papel de cocina para limpiarse la mancha.

–¿De quién? –preguntó él.

No tenía el menor interés en saberlo. Lo único que deseaba era verla moviéndose para poder seguir pintándola con el trozo del lápiz que tenía en la mano.

–No estoy segura. Pero alguien lo había planeado de antemano.

–Esa persona debe de tener un nombre, ¿no? A mi abogado le gustaría conocerlo.

–No he venido aquí para ayudarte a destruir a nadie.

–Ya. Lo que deseas es recuperar tu trabajo, ¿verdad?

–No va a ser nada fácil.

–¿Y piensas trabajar para el hombre que te quitó el puesto?

–Espero no verme tan desesperada como para eso. Pero ya sabes, nunca digas de este agua no beberé... ¿Cómo te gusta el té? Flojo, normal o bien cargado... Pero... ¿me estás dibujando?

–Sí. ¿Te importa?

–No sé.

–Puedo dejarlo si quieres –dijo él–. Fuerte. Me gusta fuerte con un chorrito de leche. Y sin azúcar. ¿Crees que Gold se arrepentirá de su decisión? –preguntó Robin, mirando detenidamente su boca para plasmar en el papel la carnosidad de su labio superior.

–¿Quién sabe? Graham tiene talento, pero, para él, sus partidos de rugby están antes que el trabajo. Si te soy sincera, nunca pensé que le interesara el negocio inmobiliario.

–Me sorprende que haya conseguido un puesto de tanta responsabilidad con esa actitud.

–Su tía abuela es la esposa de Rumple Gold.

–¡Ah! Eso lo explica todo.

–Acaba de cumplir veintitrés años. A lo mejor se ha dado cuenta de que jugar en un equipo profesional no le va a resultar tan fácil como pensaba.

–Perdió su sueño y decidió robarte el tuyo, ¿no es así? Una actitud poco noble. Aunque así son los negocios, según tengo entendido.

–Olvídate de Graham Humbert. Puede que ahora ocupe un puesto importante, pero siempre será un segundón. Es a Gold a quien no podré perdonar. Se helará el infierno antes de que yo vuelva a trabajar para él.

–Nunca digas de este agua no beberé –le recordó él con una sonrisa.

–Tal vez si me ofreciera un puesto como socio de pleno derecho... Pero eso sería aún más difícil que lo de la congelación del infierno.

–Hay algo que no acabo de entender. Si no quieres vengarte ni volver a tu trabajo, ¿qué demonios quieres? –Hace una semana, cualquier agencia inmobiliaria de New York me habría ofrecido un trabajo. Pero ahora no recibo una sola llamada por teléfono. Estoy acabada, Robin. Tengo que recobrar mi reputación. Y la única manera que veo de conseguirlo es mediante la venta de Storybrooke. Sé que no va a ser fácil –dijo ella, tomando un sorbo de té–. Requerirá mucho ingenio y creatividad, pero lo conseguiré. ¡Y a cambio de nada!

–¿De nada? Te ganarás la enemistad de todos los agentes inmobiliarios.

–Créeme, es una oferta única. No tienes nada que perder.

–Una agente inmobiliaria a la que nadie quiere emplear y una casa que nadie puede vender. ¡Menuda combinación! – exclamó él sin poder evitar una sonrisa.

–No te estoy prometiendo el cielo, pero tampoco va a ser un infierno. Te lo aseguro.

De eso estaba convencido...

–Apostaría algo a que eso es lo que les dices a todos los pobres diablos que tratan de vender una casa en medio de una recesión.

–Procuro ser sincera con mis clientes y hacer mi trabajo lo mejor posible para salvaguardar sus intereses.

–¿Te refieres a pintarlo todo de color rosa y ocultar los defectos de la casa?

–No pretendo engañarte. No va a ser nada fácil. Lo que sí puedo prometerte, Robin, es que no tendrás que involucrarte personalmente en la operación. Comprendo lo que debes de sentir teniendo que dejar la casa que ha sido de tu familia durante siglos. Pero no te preocupes. Todo lo que tienes que hacer es informar a tu administrador y a tu abogado de que me voy a encargar de todas las gestiones en tu nombre. Te garantizo que no volveré a molestarte sin una buena razón.

–Supongamos que te autorizo. ¿Tienes algún plan? ¿Un presupuesto para publicidad? ¿Un local de exposición? ¿Una referencia en las Páginas Amarillas?

–No, pero tengo Internet, el medio más universal de comunicación.

–No puedes utilizar mi nombre, ni nada de todo esto como publicidad –dijo él, señalando con la mano el estudio.

–Será una publicidad discreta. Nada que pueda avergonzarte. Te doy mi palabra.

–Tu palabra no tiene ningún valor en este caso. Una vez que esté en la Red, perderás el control de todo.

–No, si se hacen bien las cosas.

–¿Crees que eso puede tranquilizarme?

–Es solo una casa, Robin.

Se equivocaba. Storybrooke era mucho más que una casa para él, pero no podía esperar que ella entendiera su relación de amor y odio con aquel lugar. Con su familia.

–Veo que tienes respuestas para todo –dijo él con desdén.

–Si fuera así, no estaría aquí, sino en Gold & Son, reunida con los millonarios que pueden permitirse el lujo de comprar y mantener una mansión en la campiña inglesa que solo van a utilizar dos o tres semanas al año. Durante la temporada de caza y tal vez por Navidad o Año Nuevo, antes de irse a esquiar a Gstaad o Aspen.

Robin no tenía ninguna razón para confiar en ella, ni para creer que hubiera perdido su trabajo por otra razón que su incompetencia, pero le repugnaba que Gold la hubiera calumniado y humillado públicamente con esa historia de la crisis nerviosa. Por otra parte, era consciente de que no podía hacer frente a los impuestos que tendría que pagar por la herencia de Storybrooke.

Tenía que conseguir ingresos cuanto antes. No podía esperar a que las aguas se calmasen.

–Está bien.

Regina había sido una niña feúcha y desgarbada, pero gracias a los mimos y cuidados de su madre se había convertido en una mujer exuberante. No se consideraba una gran belleza, pero sabía que la mayoría de los hombres la encontraban irresistible y había aprendido a explotar esa cualidad durante sus negociaciones, coqueteando con ellos, tocándoles amistosamente el brazo o la solapa de la chaqueta. Pero Robin Locksley no había coqueteado con ella. Su conexión era algo más visceral y en ese momento la estaba mirando con una intensidad que le reblandecía los huesos.

Sentía la presencia de su cuerpo con cada trazo que él hacía con el lápiz. Cada línea que dibujaba era un dedo acariciándole la piel.

–¿Me has oído? Te he dicho que sí.

–¿Qué? –exclamó ella, volviendo de sus pensamientos–. ¿Vas a darme otra oportunidad?

–Sí. Te voy a dar carta blanca en la venta de Storybrooke, pero con una condición.

–La que quieras. Siempre que sea legal, decente y honesta – replicó ella, conteniendo la respiración.

–Quiero que poses para mí.

–¿Posar? ¿Como si fuera una modelo? –preguntó ella sonrojada, llevándose instintivamente la mano a los muslos.

–Si lo que estás preguntando es si quiero modelarte desnuda, la respuesta es sí.

–¡Ah! –exclamó ella, sintiendo un fuego abrasador amenazando con derretir todo su cuerpo.

–Me has pedido que confíe en ti, Regina. Tú también debes confiar en mí.

–Sí. La confianza es muy importante, pero yo no te he pedido que te quites la ropa.

–Lo haré si te sientes así menos incómoda.

–Sí.... ¡No! –exclamó ella, desconcertada, pensando en lo humillante que sería para ella permanecer desnuda varias horas bajo aquella mirada penetrante y escrutadora–. ¿Me lo habrías pedido si fuera un hombre?

–Es posible. Si se tratase de un hombre en el que viera algo más que una simple colección de músculos. Aunque, me imagino que, como tú, supondría que deseaba de él algo más.

–Yo no he supuesto nada –afirmó ella, con las mejillas encendidas–. Pero he sufrido una amarga experiencia por haber roto una vez mi regla de oro de no mezclar nunca el trabajo con el placer.

–¿Con Gold?

–¡No, por Dios!

–Entonces hablas de ese tal Graham, ¿verdad? El tipo que te ha quitado el puesto y el coche. ¿Te rompió el corazón también?

–¡Oh, no! No teníamos ese tipo de relación.

–¿Cómo es eso?

–Compartíamos el apartamento. Yo estaba demasiado ocupada para atender sola las tareas domésticas y él parecía el novio perfecto. Aunque no creo que haya muchas mujeres a las que les guste que un hombre prefiera un balón de rugby a salir con ella los fines de semana. No había nada serio entre nosotros, pero de vez en cuando...

–Ya. Un amigo con derecho a cama. Pero acabó traicionándote, ¿verdad?

–Sí.

–Está bien. Te agradezco la confianza, pero quiero que sepas que lo de posar es un trabajo incómodo y tedioso. Tienes razón en lo que dices. No es bueno mezclar los negocios con el placer.

Pero no es fácil encontrar una buena modelo y a mí no me gusta complicarme la vida relacionando el sexo con algo más serio.

–¿Quieres decir que...?

No hacía falta preguntárselo. Estaba muy claro lo que él pensaba sobre eso.

Después de todo, era mejor así. Sin complicaciones. Aunque...

–¿Puedo ver lo que has dibujado? –preguntó ella, cambiando de conversación.

Robin le dio el dibujo sin decir una palabra y ella se quedó mirando todos los pequeños detalles que él había sabido captar con unos simples trazos.

Sus ojos, reflejando las emociones que vibraban en ella cada vez que él la miraba. Su boca, mucho más carnosa de como estaba acostumbrada a verla en el espejo por las mañanas. La curva de su cuello llena de elegancia. El torneado de sus piernas. La falda ligeramente subida cuando se había inclinado para buscar la leche en la nevera. Su trasero prominente... Pensó que tenía que ir al gimnasio y montar una hora todos los días en la cinta de correr.

–Ahora entiendo por qué algunos pueblos primitivos pensaban que una cámara fotográfica les robaba el alma –dijo ella, impresionada por el dibujo–. No es como me lo imaginaba.

Robin se apoyó en la escalera y se cruzó de brazos.

–¿Pensabas que te había pintado las vísceras? –Iría más con tu estilo –replicó ella, esbozando una leve sonrisa–. Pero el dibujo parece muy real.

–Es solo la superficie. La imagen que muestras al mundo. Profundizaré más.

–No vas a encontrar mucha musculatura.

–Tú tienes mucho de todo, Regina.

–Siempre fui muy delgaducha de niña. Mi madre se pasaba el día alimentándome para que engordara. A veces, me escapaba de casa para no tener que comerme las natillas –dijo ella, mirando el esqueleto del caballo y hojeando luego las páginas del cuaderno repletas de dibujos de ella–. No entiendo cómo has podido hacer todo esto en apenas...

–No los he hecho todos hoy.

–Pero el otro día... Solo me viste un par de minutos...

–Se trata solo de bosquejos preliminares.

–¿Harás también en mi caso una edición limitada en bronce y la exhibirás en una galería junto al caballo?

–Es posible. Si lo que veo dentro hace honor a la envoltura.

–¡Mi envoltura!

–Sí, una envoltura muy atractiva.

–Algo excesiva, diría yo. ¿Por qué no esperas un par de meses? En ese tiempo, podría perder cuatro o cinco kilos.

–Ni se te ocurra –dijo él, quitándole el cuaderno–. ¿Te preocupa que la gente pueda reconocerte en la escultura?

No lo había pensado. No era probable que alguien pudiera reconocerla en una obra de ese estilo. Pero se imaginaba lo que pensarían de ella, si alguien la reconociese.

–En cierto modo sí, pero...

–Todo es cuestión de confianza. ¿Algún otro problema?

Solo uno. Empezaba a darse cuenta de que estaba mucho más interesada por aquel hombre que por su casa. Y, sin embargo, su futuro dependía de aquella operación de venta.

–Tú ganarás probablemente mucho dinero con esto, mientras que yo voy a trabajar gratis para ti.

–Podríamos estar los dos perdiendo el tiempo –dijo él, acercándose a ella y mirándola con una expresión que nada tenía que ver con el arte–. Pero, si descubro algo profundo en ti que valga la pena... te haré una escultura.

–Así mis «profundidades» quedarían expuestas en una galería a la vista de todos, ¿no?

–Te encantará, ya lo verás –replicó él–. Podrás ver a todos los hombres entusiasmados, tocando el bronce frío y duro con sus manos, imaginándose el calor y la suavidad de tu carne y de

tu piel.

–No...

Solo había un hombre que ella deseaba que la acariciase. El que tenía en ese momento delante.

–Todas las mujeres desean tener algo en su pasado con lo que escandalizar a los nietos.

–¿Cómo lo sabes? –susurró ella.

Él alzó la mano muy despacio, le rozó la mejilla con las puntas de los dedos y luego los deslizó suavemente por la barbilla.

Ella se estremeció al contacto de su mano y notó los pezones tensándose visiblemente bajo la tela de la blusa, al tiempo que sentía una flecha de fuego entre los muslos.

Robin le pasó el pulgar por la comisura de los labios y sonrió satisfecho.

La pregunta estaba respondida. Regina apenas podía hablar ni respirar. Estaba deseando que él explorase a fondo sus «profundidades» de todas las formas imaginables.

Sin apartar los ojos de él, comenzó a desabrocharse uno a uno los botones de la blusa. Luego abrió la boca y le lamió el dedo. Tenía un sabor agridulce a arcilla y tarta. Soltó un gemido cuando él sacó el dedo de su boca y volvió a gemir de nuevo cuando deslizó la yema del dedo por sus labios.

Hubo un instante de silencio. El mundo parecía girar en torno a aquella pequeña caricia. Luego él bajó lentamente la boca hacia la suya y volvió a recorrer con la lengua el mismo camino que antes con el dedo. Ella se sintió desfallecer, inundada por una oleada de placer. Robin la sujetó entre sus brazos, mientras ella separaba los labios invitando a su lengua a enzarzarse con la suya en un duelo erótico y sensual.

Enredó los dedos entre su pelo y se entregó rendida al beso.

Robin le sacó la blusa de la falda y deslizó las manos por dentro, hasta acariciarle los pechos. Ella sintió la dureza y el poder de su erección entre los muslos.

Él se echó un poco hacia atrás para verla mejor mientras le quitaba el sujetador y admiraba sus pechos desnudos, firmes y turgentes. Regina sintió que le flaqueaban las piernas al sentir su lengua lamiéndole los pezones cada vez más duros y tersos.

Robin apartó con la mano las herramientas y los huesos del banco de trabajo y, levantándola en vilo como si fuera una pluma, la colocó encima.

«Sí...».

Esa breve palabra pareció surgir de ella de forma triunfal, excitante y liberadora. Podría haberla gritado, pero todo lo que pudo fue oír los latidos de su corazón desbocado. Lo único que podía sentir era el calor de sus labios húmedos y sensuales en el cuello, la aspereza excitante de sus mejillas sin afeitar sobre la suave piel de sus pechos y su ardiente lengua enviando una flecha abrasadora al centro palpitante e inflamado de su feminidad.

–Robin... –susurró ella sin aliento, en una súplica desesperada.

Sintió la mano de Robin entre sus muslos, apartando a un lado la endeble barrera que le separaba para encender el fuego líquido de su deseo, primero con uno y luego con dos de sus dedos largos y eróticos. 

Arqueó la espalda para recibirlos más íntimamente, pero deseando más. Quería sentirlo dentro de ella. Le agarró por los hombros, clavando las uñas en su carne a través de la tela de la camisa. No tenía fuerzas para gritar, ni pedírselo. Lo único que podía hacer era emitir unos pequeños gemidos desesperados mientras él la hacía esperar, tomándose su tiempo, acariciándola, atormentándola, jugando con su cuello, sus pechos y su vientre, usando los labios, la lengua y los dientes. La estaba llevando al límite de su resistencia con el movimiento de sus dedos y la sutil presión del pulgar en el punto más sensible de su sexo. Estaba entregada. Su cuerpo, fuera de control, ardía de placer. Era enteramente suya.

Sintió la llegada de un orgasmo liberador, zarandeando su cuerpo como un tornado demoledor, haciéndola girar sin control entre convulsiones y jadeos. Aturdida y sudorosa, se aferró a él desesperada como si fuera una tabla de salvación.

Su cabeza era un peso muerto sobre su hombro. Sus piernas eran como mantequilla reblandecida al sol. Si él no la hubiera tenido sujeta en los brazos, se habría escurrido al suelo como una muñeca de trapo.



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